Una de esas lecciones que se aprenden probablemente a las malas -o nunca se tuvo la necesidad de aprender porque se nace con ello- es el darse la oportunidad de ser egoístas.
Suena extraño, lo sé, pero en reiteradas ocasiones ya he notado que muchas personas -su servidor incluido- tiene ese complejo de mártir tan enraizado en su forma de ser qué, con el afán de que otros estén bien, sean felices y no tengan pena alguna, están dispuestos a sacrificar una fracción (o una enormidad) de su felicidad propia.
No me malentiendan, no considero que eso sea una característica mala per se, pero en ocasiones si estoy totalmente convencido de que es necesario dejar de lado ese sacrifico y ser egoísta con nuestra felicidad. Renunciar a ella en pro de otros es algo loable, virtuoso y no libre de un porcentaje de sentimentalismo, pero asimismo es algo que puede convertirse en un elemento autodestructivo.
Pues, aun cuando los extremos son dañinos en toda circunstancia en la media en la que el martirio extremo es masoquismo en su máxima expresión -además de rara vez agradecido, pero esa nunca debería ser la motivación personal detrás del sacrificio-, el egoísmo absoluto lleva al propio aislamiento de aquellos que te rodean -de forma explícita y voluntaria como involuntaria por igual.
Es entonces que se propone la idoneidad de saber reconocer en que circunstancias se debe estar dispuesto a darlo todo y más por aquellos que uno quiere, aprecia o importan y cuando relocalizar esa importancia hacia adentro, hacia uno mismo.
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